Si en 1936,
afrontando increíbles dificultades y padecimientos, un poeta al que Europa le
disgustaba no hubiese ido al encuentro de los tarahumaras, ese nombre no nos
resultaría tan familiar ni se habría convertido en un vocablo evocador de
paisajes fabulosos: montañas pobladas de 'efigies naturales' y grabadas con
signos mágicos, cielos cuyos azules habrían inspirado a los pintores
prerrenacentistas, cortejos de Reyes magos que aparecen al caer el día. Y
para muchos de nosotros, los tarahumaras no serían ese pueblo orgulloso e
intacto, obsesionado por la filosofía, que supo mantener, en danzas
acompañadas por espejos, cruces, campanas o ralladores, los grandes ritos
solares: rito del peyote, rito de los reyes de la Atlántida ya descripto por
Platón de manera extrañísima, oscuro rito del Tutuguri con su tympanum
lancinante.