Militar,
católico y patriota. Con esos términos se presentaba Vicente Rojo y, por eso
mismo, su compromiso con la República ha resultado para muchos historiadores un
enigma. Sin embargo, su radical entrega al desafío de ganar la guerra al
fascismo y la modernidad de muchas de sus ideas nos descubren a un militar
atípico que participó del clima de renovación que se inició en España con la
llegada de la República.
Cuando las tropas franquistas se disponían a tomar Madrid
en noviembre de 1936, Vicente Rojo (Fuente la Higuera, 1894) fue nombrado jefe
de Estado Mayor de las fuerzas militares de la defensa y encargado, por tanto,
de dirigir la resistencia de una ciudad que se daba casi por perdida. Madrid
resistió y, a partir de entonces, su papel en el Ejército Popular cobró cada
vez mayor relevancia. En mayo de 1937, con la llegada de Negrín al poder, se
convirtió en la figura más destacada de las tropas republicanas: las batallas
de Brunete y Belchite, la toma de Teruel o la maniobra del Ebro, entre otras,
fueron algunas de las iniciativas que puso en marcha con la voluntad de frenar
el avance de las fuerzas de Franco.
Tras la campaña de Cataluña, siguió ocupándose de las
tropas recluidas en Francia en diferentes campos de concentración. Cuando iba a
incorporarse a la zona central, se produjo el golpe de Casado, que precipitó el
final de la guerra. Se exilió en Buenos Aires (Argentina), de 1939 a 1943, y en
Cochabamba (Bolivia) hasta 1957, año en que, gravemente enfermo, regresó a
España. Fue juzgado por los tribunales militares franquistas y condenado a
cadena perpetua
por «auxilio a la rebelión militar». Aunque indultado, se le mantuvieron las
penas accesorias: interdicción civil e inhabilitación absoluta. Murió en 1966.