A veces quisieran no haber nacido. A veces se conceden el lujo de la esperanza. El historiador Emanuel Ringelblum recoge y archiva las evidencias cotidianas de la vida y la muerte en el gueto de Varsovia, junto a sus compañeros de la organización clandestina Oyneg Shabes. Cuando el muro se cierra en torno al gueto, Ringelblum, cronista del desastre, decide quedarse, ayudar, describir. Vive para registrar y transcribir, para él no hay hechos inefables. Vive para decir: recolecten todo lo que puedan, antes del fin. Para trenzar la historia y la memoria, como una elegía y un reclamo. Ringelblum denuncia (la obscena opulencia de los ricos, la complacencia repugnante de los conversos), examina (los gestos y los rostros, la disposición exacta de los cuerpos), hace números (de deportados, de muertos de hambre, de muertos de frío). Ringelblum mira. Y escribe. En los días de la gran deportación, el archivo se entierra en diez cajas de hojalata y dos latas de leche. Hay un tercer entierro, del que se exhumará solo un fajo de papeles quemados. Cuando este archivo emerja, será el Archivo Ringelblum, un pila de papeles pegados y enmohecidos, adheridos al metal oxidado, que todavía nos hablan, desde el espectral silencio de las cosas, al oído.
Durante tres días, Georges Didi-Huberman se inclinó ante este tesoro de sufrimientos, hoy conservado en el instituto histórico judío de Varsovia. Se sumergió en papeles modestos, trazó los paradigmas de su articulación, tembló frente a un método. No quería llorar. Quería, como Ringelblum, contar lo que había visto. Entonces escribió estas páginas, que deberíamos leer, como una invocación o una plegaria, al azar, al menos una vez, cada día. Para saber, ahora mismo, de lo que somos capaces.