En la historia universal de la poesía habrá pocos casos como el de Góngora y «Cántico»: la actualidad del lenguaje de un poeta, unos cuantos siglos después, multiplicado en voces nuevas y únicas, totalmente distintas de su maestro y entre sí, pero con una continuidad admirable. La identificación entre los dos polos admirado y admirador es tal que solo tiene equivalente en la unión que se da entre los dos términos de la metáfora, el real y el figurado. No me atrevo a decir cuál de los dos es el metafórico aquí. Tampoco sé si podríamos decir que Góngora está más en «Cántico» que en el 27. Lo que sí está es más acendrado, entre otras cosas porque ha pasado por el 27, muy especialmente por los estudios de Dámaso Alonso y por el rotundo libro de Jorge Guillén. Todo ello hace posible la paradoja contraria: el adínaton (se lo oí a Vicente Núñez) según el cual «Cántico» es el eslabón perdido entre Góngora y el 27. Eso se debe (Aristóteles no tendrá inconveniente en que apliquemos, como él, metáforas biológicas a la literatura) a que el gen gongorino es ya dominante y visible en los poetas de «Cántico», especialmente en los tres que nos presenta este libro: Ricardo Molina, Pablo García Baena y Julio Aumente.